Joven aún la distancia entre hombres y cenizas, ya se cernían nuevos infiernos sobre los más breves. Los gritos se disuelven en medio de estruendos eléctricos y tormentas químicas, añorando la esquiva oscuridad que siempre perdona. No habrá más guerras. Habrá escaramuzas precisas, letalmente dosificadas, mientras se transcurre en un mar de anestesia, que arrulla sin descanso en cunas repletas de lágrimas congeladas y soles maleables. El rebaño está en venta exhibiéndose obediente, la cara reflejada en altares personales que nos arrebatan a la causa de la tierra automática. Todo grito será comprado, y toda lágrima envenenada con metales preciosos, hasta que empiece la última revolución; una diferente y definitiva, a prueba de hechiceros y charlatanes; una revolución para llegar a la bandera y sentarse a esperar que alguien la tome, una revolución para rendirse a mitad de montaña, que nos vuelva savia de luz invencible, que nos junte a todos de nuevo. Una revolución para levantar torres con huesos rotos, y empezar a escribir nuevos libros luminosos, ante el espanto de dioses que se dijeron aliados y terminaron contrincantes.
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