Aguantan los huesos, árboles solitarios en el otoño de la carne derrotada. Llegará el día en que viajará la piel seca a desposar la tierra sumándose a cientos de pieles anteriores, progenitoras de toda piedra. Lo que queda hará el viaje ligero a la copa de los árboles y será marcado con un signo luminoso. Hasta que ese día llegue abrazaremos lo que nos ha sido dado: la sal y la miel, el polvo y el viento. Mientras tanto, sólo los esclavos mantendrán los latidos y producirán vapor, ahora que dueños y fugitivos se disuelven lentamente. Este templo de Saturno, se tragó sus murallas y sus hijos, y los volvió hueso. Sus torres sin origen se elevan como si la roca estuviera hecha de nube, huyendo con asco de los burdeles que pululan a la distancia en la que no cabe viento, donde siempre se oye una canción.
Mis huellas sobre las tuyas
estaban encima de las de otros
que vinieron después de unos
que no fueron los primeros
No te apures, las piedras planean venganzas largas que olvidan al término de unas pocas eternidades. Como peces retornando al desove, terminaremos siguiendo mapas invisibles que nos devuelvan a un capítulo de un libro escrito con argamasa y niebla. Será el perfume de la estirpe que ha penetrado el alma de la roca y llama como faro. El cielo se borra y se dibuja de nuevo cada día, luchando por inventar un nuevo planeta, pero seguimos volviendo al hogar original, a la casa placentaria. Los alfabetos escondidos en ella exorcizan el vacío. No amas las formas de esta ciudad, sino el espacio que como molde en negativo, te conceden sus calles.
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